No Es Juego de Niños

Juan Pablo Mantilla
5 min readMar 17, 2021

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Si algún día desaparezco, espero que este manuscrito ayude a encontrar mi paradero.

En la mañana del 7 de abril, mi hija de 18 meses no quería ponerse el abrigo. Saltaba como una rana por el parqué del apartamento. Al tun-tun de cada alegre brinco, llegaba luego el tun-tun de los vecinos del piso inferior haciéndonos notar que nuestros pasos perturbaban. No era nada nuevo.

Después de un largo jugueteo logré abrigarla. Abrí la ventana para confirmar la temperatura antes de llevarla a la guardería. La noche anterior había llovido, el aire estaba fresco, las calles conservaban la humedad y aún vestían una capa corta de neblina. Pronosticaba un día inusual.

Al salir a la calle vi a una señora de edad parada en la puerta del edificio. Llevaba un vestido gris oscuro, similar al color del asfalto mojado. Me lanzó una mirada amarga. No recordaba haberla visto antes. Usualmente nadie se “posa” ahí sin oficio, y menos a esa hora. Sólo su presencia bastó para ponerme nervioso. Mi hija se quedó inmóvil al ver a la extraña mujer; como si un encantamiento la hubiera paralizado. Traté de pasar desapercibido empujando el coche erguido pero alerto y con apuro. Al llegar a la esquina miré hacia atrás y di un suspiro de alivio cuando su figura ya se había ido.

Continué empujando el coche en dirección a la estación de tren. La ciudad apestaba a humo de cigarrillo, pero con una sutil mezcla de aroma a café, o así parecía ser. Aceleré el paso para evadir la nube tóxica y bajé al subterráneo. Ya dentro del tren me di cuenta que la mujer estaba parada al otro extremo del vagón. Me sentí desorientado. Respiré profundo y traté inútilmente de evadir mis pensamientos y apostarle a la confusión. Dos estaciones más… Nos bajamos apresurados y cargué el coche cómo si fuera un costal de plumas. Salimos a la luz. Sin poder disimular, di un salto cuando la vi recostada en la baranda de la calle. Mi hija pensó que estaba imitando sus brinquitos juguetones. La acera era estrecha y no tuve más remedio que pasar a su lado. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, seguido de un ligero mareo. Era ella la que apestaba a cigarrillo y a un olor fétido, mezcla de tinto amargo con estiércol.

Coincidencia? Agotamiento? No, estaba lúcido. Ella tenía ciertamente la capacidad de aparecer y desaparecer como por arte de magia negra.

Como de costumbre, a las 6:30 de la mañana las calles estaban desoladas. Mi ritmo cardíaco latía a mil. Podía huir, pero era un hecho que ella se aparecería en mi camino; sin alcanzarme, sino esperándome en mi siguiente destino. Presentí no poder librarme de este tenebroso personaje. Aún así, correr era mi única posible salida.

Estaba a tres cuadras de la guardería. Los segundos ahora eran minutos. Ignoré los semáforos en rojo, rocé a varios transeúntes, torturé las ruedas del coche, no esquivé charcos, ni la caca de los perros. Mi único objetivo era llegar antes, y con suerte, no encontrarla. Me demoré tres minutos en vez de los siete usuales. Sin mirar atrás, sentí su presencia. Corrí a tomar el ascensor.

Presioné el botón y noté que la cabina móvil estaba en el quinto piso. Se detuvo el tiempo. Luego todo se accionó, pero en cámara lenta. Empezó a bajar el elevador. Sentí lentas gotas de sudor rodar por mi espalda. Mi respiración, corta y agitada. Ahora el ascensor se detuvo en el cuarto piso. Escuché los latidos de mi corazón y los pasos de alguien acercándose. Sabía que eran sus tacónes bajos, negros y punzantes. Los reconocí por su sonido aligerado y pronunciado. Se abrió la puerta. Me apresuré a entrar antes de que saliera la última persona, y presioné de inmediato el seis.

Me despedí de mi hija con un abrazo cariñoso pero relámpago. Temblaba todo mi ser. Podría llamar ahí a la policía, pero, ¿qué diría? Me hubiera gustado quedarme y ser un niño más. Que corriera el tiempo entre rondas y pinturas y asegurar que en el transcurso de las horas matutinas la vieja se desvanecería.

Ya sin el coche, bajé por las gradas en un par de patadas evitando a toda costa toparme con ella cara a cara. No la vi. Se fue. Se esfumó. Que alivio. Terminó mi pesadilla. Sentí por fin el cuerpo ligero y el alma en su sitio. Caminé con miedo pero ya respiraba. Inclusive, alcancé a apreciar como la mañana se tornaba en un día primaveral cálido y bello. Pero mi tranquilidad estaba contada. A pocos pasos de la guardería volví a ver al espanto. Me quedé paralizado. Percibí en ese instante que mi destino yacía en sus manos.

En ese momento llegaron Raquel y su hijo Timothy en un taxi. Corrí hacia ellos con el pretexto de ayudarla. Raquel me saludó con alegría pero cambió su rostro al notar pánico en el mío. Captó al instante que debía callar. Simplemente agradeció acentuando la cabeza y me fijó una mirada de preocupación. Le vociferé al taxista “arranque de inmediato!” Volteé la mirada varias veces a ver si aparecía la fémina de ojos agrios dentro del carro, pero no me atreví a mirar por el vidrio trasero.

Me bajé como una flecha, y al llegar a mi edificio trepé las escaleras. Entré a mi departamento como un ventarrón y azoté la puerta asegurándome que nadie se colara. Corrí al cuarto y sin quitarme las botas caí como escombro en el sofá.

Al instante escuché los reiterativos golpes de mis vecinos de abajo. Ya cansado de la quejadera por el ruido, especialmente en este día atroz, el elástico “paciencia” reventó. Bajé las gradas y toqué fuertemente la puerta de ese apartamento con la intención de rugir “¡múdense a una casa si les molesta el ruido!” Nadie abrió, solo escuché el mullido de un gato. Enseguida husmeé entre las rejillas de la ventana para saber qué tipo de calaña eran mis vecinos.

Y justo ahí estaba ella. La misma mujer, pero ahora con sus mechones largos de nieve sucia recogidos en un sombrero aún más afilado que sus zapatos. Estaba postrada en un sillón de forro gastado y deshilachado; hipnotizada frente a una caja eléctrica. En una mano lista la escoba para retumbar su techo, o sea mi piso, y en la otra un cigarrillo que relevaba para cambiar de canal y tomar tinto.

Ha pasado un mes y aún no la he vuelto a ver ni a escuchar. Ni un tun-tun con su palo mágico, pues nuestros pies a duras penas rozan la madera. Nuestra pequeña por ahora sólo juega afuera. Ya no tomo el ascensor, y sigo subiendo las escaleras como un mico. Pero de vez en cuando sí olfateo su esencia.

Les recuerdo, si algún día desaparezco, llegad al 3B.

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